En Hondarribia, cada 8 de septiembre se celebra el Alarde, simulado desfile
militar que evoca un hecho que ensalza el espíritu y los orígenes. Alardear es
hacer ostentación de algo. Generalmente de hombría. Y es que las celebraciones
populares que vienen de tiempos pretéritos exigen, en nombre de la tradición,
perpetuar los actos y festejos a imagen y semejanza de cómo se iniciaron. Y si
hoy en día a la mujer aun le cuesta pintar algo es obvio que por aquel entonces
nada de nada.
De ahí que la mayoría de anacrónicos eventos, que la
historia se empecina en mantener, no tengan presencia femenina, salvo si es servil.
En Hondarribia, en los últimos años, se ha abierto un resquicio a la testarudez
y permiten un desfile de mujeres, separadas de los hombres y como teloneras.
Que la mujer quiera hacer cosas de hombres, desfilar o ser
patrona de pesca por ejemplo, suscita el rechazo de las gentes de la localidad.
Y no solo por contaminados adultos sino también jóvenes en los que ya ha
germinado un machismo extremo e incluso muchas mujeres jóvenes y no tanto.
Las vecinas y vecinos oscurecen el recorrido con plásticos
negros para no ver y ensordecen con pitidos para no oír. Lo que no se ve ni se
oye, no existe. Brutal desprecio con el que obsequian a sus amigas, compañeras
de clase, de trabajo, vecinas, por querer un derecho que no se les reconoce.
Por eso cuando se produce un asesinato en pleno desfile no
sorprende a nadie: algún día tenía que pasar.
Ane Cestero y su equipo se hace cargo de la investigación.
Los conocimos en otro caso policial, en la localidad de Urdaibai,
bajo el título de La danza de los tulipanes y ya vimos su fuerza de carácter y su inquebrantable
solidaridad para con víctimas, sean de violencia física o de violencia social,
y en esta ocasión van a encontrarse con extremos inimaginables.
En un pueblo, el culpable siempre está a la vista. Pero no basta con mirar, hay que saber ver. El machismo, deleznable lacra de profundo arraigo, no siempre tiene toda la culpa ni la culpa de todo.
En su deambular por el pueblo, entrevistando y recogiendo
migajas de información, se van a encontrar con ese coctel explosivo que supone
mezclar odios, envidias, intolerancias y venganzas, que van a sustraer su
atención, y la de las personas lectoras, y van a confundir sus premisas con
aspectos que abren interesantes, y apasionantes, subtramas y que el autor se
encarga de cerrar convenientemente y a satisfacción en el momento preciso.
Ibon Martín escribe con determinación, presenta un argumento tejido con muchos hilos y lo relata con prosa viva y ágil. La hora de las gaviotas es un thriller noir de potente denuncia en el que la emoción y el suspense están garantizados hasta el mismo final.
Y mejora, si cabe, su anterior entrega con Ane Cestero a
quien en esta ocasión le hará vivir un episodio desgarrador y la enfrentará a
una tremenda tesitura en la que nadie puede salir indemne, sea cual sea la
decisión que se tome.
La hora de las gaviotas desgarra, como pico ganchudo del ave del título, las tripas de una sociedad que esconde horrendos crímenes entre idílicos paisajes.
Aúna lo mejor del thriller noir, de la novela negra y de la policiaca para poner la piel de gallina con un relato estremecedor desde el inicio y que no decae en ningún momento. Lectura obligada. Recorrerán ese rincón de la fría costa cántabra y experimentaran las emociones, que son muchas y variadas, que les va a ofrecer.
Y si oyen risas de gaviota, no se confundan no es
amabilidad, es burla.
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