Una revisión del cine
negro, del clásico cine de todopoderosos gángsters, con un enfoque divertido al centrarse en
mostrar su eslabón más débil: las relaciones con la comunidad.
Todo ser humano en
sociedad, ya sea tendero, fontanero, ejecutivo o mafioso precisa de ser
sociable alguna vez, aunque no le guste o le pese. Las necesidades de la vida
diaria convidan a ello. Casi obligan, para ser sinceros.
Y en esas tenemos a una
familia que proviene de Brooklin y después de pasar por diversos sitios llega a
un chauvinista pueblo de Normandía, en Francia, para instalarse.
Son nómadas: no por
vocación, no la tienen; ni por estar acogidos al programa de protección de
testigos, que lo están; sino por qué sus impulsos atávicos en forma de chispas
provocan incendios donde recalan y eso les obliga a cambiar de lugar de
residencia más a menudo de lo que sería aconsejable.
El padre de la familia,
un mafioso que vendió a sus colegas para salvar su pellejo y el de su familia, es
Robert de Niro (ahora Fred Blake, antes Giovanni
Manzoni) que con su interpretación de
gangster salda catárticamente cuentas con los papeles que le hicieran famoso
como cuando al impulsivo Al Capone de Los intocables había que cogerlo entre
varios para que no se liara a puñetazos con Elliot Ness.
En esta ocasión, para
regocijo del espectador, nadie detiene sus instintos primarios y ya sea de acto
o de mente brinda unas secuencias inolvidables y muy gratificantes de
incontinencia violenta para todos quienes aceptan la represión de los impulsos
por que no hay otro remedio, pero que a veces desearían poder expandirlos.
Tal vez la más remarcable
escena y que encarna ese ambiente paródico a la perfección es la que sucede en
una sesión semanal del cine club local.
Michelle Pfeiffer (Maggie) es su esposa.
Una dulce mujer de apariencia frágil pero con los impulsos de su marido aunque más
contenida, aunque tampoco lo suficiente como para no dejar muestras de su
fuerte carácter cada vez que tiene ocasión.
Y lo mismo pasa con sus hijos, Dianna
Agron (Belle) y John D’Leo (Warren) que asumen con fría naturalidad su
condición de expatriados y se entienden a las mil maravillas con sus nuevos
compañeros de instituto aunque para ello deban aplicar ciertas medidas
punitivas.
Todos personajes de comportamiento
patibulario al que sin embargo salva aquello de que el mundo los hizo y los
sigue haciendo tal como son. Simpáticos granujas.
Tommy Lee Jones (Robert Stansfield) es su
supervisor, el encargado de su protección oficial, rememorando también sus
papeles como agente especial del FBI, le da ese punto de seriedad a sus
apariciones imprescindible para hacer reír. Como solo saben hacer los buenos
humoristas.
Todos los actos de
violencia cotidiana que se suceden sin descanso, todos los despropósitos que
Luc Besson (director y guionista de la película) hace acontecer en ese bello
entorno pueblerino de Normandía, chauvinista donde los haya, otra sátira más, no
son sino unos aperitivos, un antipasti, una anticipación de un final glorioso
que se supone y se espera con deleite y que consigue no decepcionar en
absoluto.
Luc Besson saca petróleo
de una historia sencilla que se crece con las interpretaciones (no en balde los
actores/actrices son quienes son) y con sus habilidosas mise en scene
que pasan de pensamientos a obras creando un clima de suspense cada vez que se
suceden acontecimientos que mantienen en vilo la atención en su visionado.
Por la gloria, más pasada
que actual, de sus actores y su título se podría pensar en un pastiche
alimenticio. Y nada más lejos de la realidad.
Resulta una parodia
cariñosa aunque aúne tópicos y precisamente es por el modo en que los presenta
y en como se burla de ellos que resulta tan entrañable. Sin olvidar que todas
sus escenas están repletas de un corrosivo humor negro y que resultan estar bien
acompañadas por una sonora banda musical.
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