Estamos ante un cómic del género Whodunit, ya saben, esa trama policiaca donde conocemos los sospechosos y tenemos que descubrir quién ha cometido el crimen.
Un Whodunit que transcurre
entre bambalinas de un reality show televisivo que premia la mejor creatividad pastelera.
Efectivamente, en el
programa La Carpa de los Pasteles, el concurso de repostería más famoso del
Reino Unido, se dan cita 12 concursantes y tienen que ir superando pruebas y
semanas para alcanzar el premio final.
Pero nada más empezar uno
de ellos cae envenenado y, la también concursante, Shauna Wickle, que se
considera a sí misma una experimentada solucionadora de misterios, se ofrece a
la dirección del programa para descubrir al culpable y evitar el fracaso del
concurso.
Así entre recetas y
pasteles y creatividad y apetito, va amasándose la trama de Se ha horneado
un crimen. Un pastel que espera superar la cocción cogiendo volumen sin deshincharse.
La historia es de corto recorrido argumental, ya que, lamentablemente, el guionista John Allison ni ha querido ampliar el número de víctimas ni rascar el maquillaje que esconde las miserias de este tipo de reality, y se ha quedado en la parte más anecdótica consiguiendo un relato repleto de humor, que demuestra ser su zona de confort.
Aún y así la trama refleja
a la perfección las envidias y las estrategias de los concursantes, el punto
estimulante y a la vez corrosivo de las entrevistas que va intercalando la
presentadora y la superioridad moral que ejercen los miembros del jurado, que
resultan sumamente desagradables, en lo que son los rasgos característicos de
un reality televisivo para todo tipo de público.
Los personajes están suficientemente caracterizados de forma diferenciada para explotar al máximo el carácter de cada cual, que se refuerza con diálogos cortos de palabras pero largos de significado irónico.
El estilo cartoon, muy acorde al requerimiento televisivo de este tipo de concursos, en el dibujo de Max Sarin potencia las expresiones faciales y gestuales hasta un nivel de histrionismo aceptable y la paleta de colores planos y saturados, aunque demasiado corta, de Sammy Boras, consigue secuestrar la mirada para que no echemos en falta la, prácticamente, ausencia de decorados. Pero, si que hacen falta.
El resultado es un
pastelito endulzado que leído entre lecturas más densas y tenebroso calado aporta
frescura y divertimento. Además, a nadie le amarga un dulce.