No sería así si, en realidad, me estuviera refiriendo a la escena de un gran felino africano devorando una joven gacela o un gran cocodrilo del Nilo triturando, más que masticando, una cría de cebra.
No. No es lo mismo hablar de un asesinato calculado e
incluso tal vez mal justificado que la muerte de una joven, casi una niña,
asesinada a bocajarro. En crudo.
A Carla la han echado de este mundo antes de poder
conocerlo, amarlo, aborrecerlo. A Carla la han asesinado y a Martín y a Toni,
agentes del grupo de Homicidios de la Policía Judicial de Madrid les toca
resolverlo.
Un caso de los que nadie quiere; por ser la víctima tan joven y porqué sin pistas ni testigos es de los que se enquistan y acaban en una
carpeta acumulando polvo.
Nada es cómodo en este caso, ¡cómo si alguno lo fuera!, no ayuda que la jueza sea exigente, que el comisario Cañas esté a punto de jubilarse, que los padres de la víctima hayan pasado del hundimiento por el llanto a una determinación alarmante, que alguien con un anillo reluciente y vinculado a la prostitución aparezca de repente.
No, nada ayuda y Martín, el veterano de los
dos, intuye como se puede llegar a complicar todo y teme que se le vaya de las manos.
José Manuel del Río emplea un léxico actual, callejero, de pandillas, de bandas; construye frases como salivazos; emplea las palabras como pinchos, buscando el lugar donde clavar. Y adereza la historia con el calor del que hace gala Madrid cuando se pone en cinemascope, para que la angustia y la urgencia se sumen al sudor.
A bocajarro es una novela negra servida cruda, que muestra el peor de los lados malos que tiene quien es capaz de asesinar. Transcurre por barrios que si están en los mapas es para que nadie vaya a ellos por error. Evoluciona entre gentes de mal vivir, mal pensar y peor toma de decisiones.
Es en la periferia de la periferia donde empieza el abismo que equipara a humanos con fieras salvajes y no importa quien sea la víctima.
Y lo peor, tampoco importa el motivo.