He salido de Brooklyn con el swing alando mis pies y en un giro en el aire he encestado una lata de cerveza en una oxidada papelera ante los atónitos ojos de jugadores de básquet callejero exasperados por mi negativa a jugar en su equipo.
En la siguiente travesía la batería ha alertado mi sexto sentido lo justo para desviarme y evitar lo que hubiera desencadenado en riña y ya con el viento de la big band a mis espaldas me he puesto a cruzar el puente.
El clarinete ha ido engrandeciendo Manhattan y una vez en el East Side he seguido hasta perderme en un Chinatown engalanado de fiesta.
Mike Hammer puede resultar demasiado excesivo. No digan hard boiled digan Hammer; no digan McCarthy digan Hammer; no digan Hammer, tradúzcanlo, digan Martillo.
Mike se reconoce en cada nota de las melodías. La música lo dibuja con trazos gruesos y bruscos, su sombrero, su gabardina, su perfil con cigarrillo, su gesto duro. En las canciones se pasea por calles solitarias, golpea hígados y barbillas, corre por muelles oscuros y baila a la luz tenue del music hall.
En los solos de trompeta se escuchan los gritos y los lamentos de las víctimas; en los solos de trombón y saxo los gemidos y suspiros de sus momentos cargados de erotismo, y cuando suenan todos al completo, las persecuciones y las peleas, las risas, las frustaciones y los desengaños.
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