Bernard Bernie
Rhodenbarr es ese ladrón de guante blanco que no acepta encargos, el último le
trajo suficientes quebraderos de cabeza como para no olvidar su máxima, pero
también es un hombre y de ahí que tropiece dos veces, como mínimo, con la misma
piedra.
En esta ocasión
el encargo lo deja con la boca abierta: robar unas joyas valiosísimas en casa
de Crystal Sheldrake. De hecho la boca la tenía abierta desde antes de oír la
propuesta ya que su dentista, que es quien le hace la propuesta, está
trabajando en ella: en la boca.
A Bernie le puede
una vez más el morbo y la descarga de adrenalina que conlleva el que no haya
cerradura que se le resista y de nuevo entra en casa ajena para cumplir el
encargo que le garantiza como pago quedarse con el botín integro y una vez más
el azar se alía con el infortunio y le prepara a Bernie una trampa pegajosa,
como tela de araña, en la que se ha metido él solito y no va a tener fácil
librarse.
Esta segunda
novela, El ladrón en el armario, desarrolla una trama de similar planteamiento
con la anterior y primera de la serie: Los ladrones no pueden elegir,
que hace que el acercamiento a la lectura sea reticente por temor a clichés que
de hecho se repiten subrepticiamente con la participación del policía Kay, la
referencia a la colección de monedas y la destacada colaboración de una
atractiva joven que además de buena samaritana es capaz de satisfacer otro tipo
de necesidades.
Pero la
reticencia pronto se vuelve complicidad al entender que estamos ante un
esqueleto argumental que busca precisamente establecer una melodía principal
perfectamente reconocible para el lector.
Manteniendo la
vivienda habitual en la Avenida Setenta y Tres con la West End y teniendo como
ejemplar vecina a la señora Hersch, una anciana capaz de comprender con rapidez
y preparar el mejor café de la ciudad, la trama se desarrolla con interesante
sencillez.
El ladrón en el armario |
Al hilo del
título de la tercera El ladrón que citaba a Kipling, es un hecho
innegable que los títulos de esta serie de novelas protagonizadas por Bernie
Rhodenbarr ya demuestran el sentido del humor de su creador Lawrence Block.
Humor que trasciende el título y sigue presente en toda la trama, ya que la
novela trata los robos, los chantajes y los asesinatos como puro divertimento intrascendente
sin profundizar para nada en los temas sociales, morales y escabrosos de la novela
negra.
Si acaso se
permite, en su fina ironía, una sutil crítica a la clase bien estante
neoyorkina al mostrar lo superficial de sus problemas y de sus inquietudes
inmersos en sus burbujas llenas de veleidades.
Una variante del
whudunit ortodoxo que resulta muy atractiva.
Recuerden aquí la
reseña de Los ladrones no pueden elegir primera novela de
esta serie.
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