Un par de ladrones han entrado a robar en casa de Gabrielo, le han atado las manos con una brida y le han puesto una bolsa de basura en la cabeza fijada con cinta adhesiva al cuello. Al irse se han olvidado de él, pero él no solo no les ha olvidado sino que maldice su torpeza por abandonarlo sin aparente posibilidad de salir con vida.
Gabrielo es el alcalde y es poderoso ya que domina todos
los asuntos que se manejan en el lado oscuro, el lado B, de la política; tanto
como para que esto no quede así, se dice. Nadie se puede atrever con él y salir
airoso, se dice. Eso y más cosas se dice.
Se lo dice a si mismo ya que está solo. Soliloquio,
monologo interior, monodiálogo, llámenlo como gusten que nos entenderemos igual
o digan novelaza que suena más coloquial y actual y se entiende mejor.
En calificarlo de grandilocuente no transigiré, y no por la
redacción, que al fin y al cabo el autor es un simple amanuense al dictado del
protagonista, sino por lo que este manifiesta y expresa en esa revisitación de
su vida ahora que ve la luz al final del túnel pero se resiste a invocar a Dios.
Ese tío con una bolsa en la cabeza desgrana
pensamientos y recrea situaciones, como quien enumera una lista de los reyes
godos desordenada, con evidente desapego, como esperando que todo eso que está sucediendo, y que le
retrotrae al pasado y le resta futuro, no vaya con el sino con ese otro yo al
que le habla o que le habla a él.
Leer su soliloquio evoca a uno de los de Shakespeare, no por su trascendencia histórica, simple alcalde de pueblo, sino por su magnitud existencial y su
fuerza dramática.
Leer su soliloquio es una suerte antitética de Memorias de Adriano ya que carece de su
épica y su abierta generosidad al mostrar solo actos ignominiosos propios de un
ser ambicioso capaz solo de amarse a si mismo.
Es más como leer Cinco
horas con Mario donde se revisan circunstancias gratificantes e
insatisfacciones de todo el periplo vivido al tiempo que recrea la vida social
y política de un pequeño paraje de provincias pero extrapolable a cualquier
capital. Amplio surtido de sentimientos contradictorios.
Y es que Alexis Ravelo lo ha vuelto a hacer. Se reinventa a cada ocasión que tiene y en esta nueva novela negra no desaprovecha para escribir a renglón tendido. Descarga su fiereza mostrando las devastadoras causas de esa pandemia que se llama corrupción.
Y es que en la corrupción brilla con luz propia la deshumanización
de los seres vivos, cuando de trata se trata y cuando es urbanística de la deforestación y el estercolamiento de campos y playas antes accesibles por veredas disimuladas y que de repente se accede sobre asfalto intrusivo y desprecio
absoluto por el ecosistema.
Sin corruptores, virus, no habría corruptos, huéspedes.
Pero es tanto como pedirle a la Tierra que no gire, ah! no perdón que la Tierra
es plana. Plana y parcelada, como cuando las potencias aliadas se repartieron
Africa a base de tiralíneas, y pertenece a unos pocos que siempre están ahí,
moviendo a los políticos: títeres ambiciosos que como una bengala son el foco
de atención durante unos instantes para apagarse en el olvido. Pero los
poderosos siguen ahí tendiendo la caña.
Con los poderosos ya se sabe: si los ves venir gira la
esquina y si no hay, cambia de acera. Lectura comprometida, como todas las de
este autor; sin duda el mejor exponente vivo de la novela negra contemporánea y no
solo de aquí
Léanla. Es asfixiante.
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