domingo, 21 de marzo de 2021

Las reglas de la cabra de Francisco Veiga

Si hay una certeza respecto a la cabra es que no se sabe cómo reaccionará, de si saltará a un lado u al otro, si embestirá o se alejará. Salvo que esté muerta.

En Kazajistán practican un juego, dudo que se le pueda llamar deporte, cuyas reglas son que no se rige por regla alguna y que consiste en que varios jinetes se enfrenten violentamente, todos contra todos, para hacerse con un despojo de cabra, sin cabeza ni extremidades. Se juegan la vida por algo sin valor alguno.

A veces los servicios de espionaje también se juegan la vida por un despojo de cabra: por una sospecha, por una pista, por un chivatazo, por un señuelo. Pero ningún detalle puede dejarse de lado por negligencia.

Con el independentismo catalán a los servicios de inteligencia españoles les crecieron los enanos. Múltiples filtraciones apuntaban al intervencionismo de terceros países a favor o en contra. Declaraciones del presidente Puigdemont en sus intervenciones públicas tienden a suscitar apoyos y rechazo a partes iguales. Y al ser mediático comporta que cualquier gesto tenga inmediata y amplificada repercusión,

De ahí que cuando se produce el asesinato del ocupante del asiento posterior de un coche, a menudo empleado por Puigdemont, en Bruselas, se disparen todas las alarmas. ¿Un atentado? ¿Víctima equivocada? ¿Quién? ¿Un lobo solitario o una célula organizada? ¿Por qué? Y los servicios de inteligencia se cuelgan al teléfono y movilizan a sus efectivos para esclarecer el hecho y evaluar un control de riesgos.

A partir de ahí, eso solo es el comienzo, se va desplegando, con aparente desorden, una trama tan compleja como hipnótica; donde la sorpresa, por tan potente inicio, se ve superada por el desconcierto por lo que viene a continuación y por un interés, clara y hábilmente inducido por el autor, para ponernos en la piel de esos activos e introducirnos en ese mundo cabalístico donde habitan los servicios de espionaje.

La trama, perturbadora, tiene una enorme complejidad y requiere de una lectura pausada para no naufragar entre siglas, acrónimos, nombres en clave, reglamentos y protocolos. Llegar a la orilla supone una enorme satisfacción.

Si entrar en un laberinto ya resulta de por si complicado y angustioso imagínense hacerlo con los ojos vendados que es lo que nos pide el autor, aunque promete estar ahí para echarnos una mano y, eso sí, conducirnos a la salida dando conclusión y explicación, hasta donde es posible, a todas las subtramas, incluido el porqué del título, que conforman el argumento.

Las acciones de espionaje responden a la salvaguarda del bien del Estado que las impulsa. Y no todas las preguntas obtienen respuesta; hay que conformarse con obedecer las órdenes emanadas por estamentos superiores.

De ahí que tanto secretismo precise contrapesarse. Y por eso los instantes en que se da rienda a las pasiones, humanas, estas se vivan con la intensidad de lo que puediera ser la última vez. Así sucede con el amor. Las personas dedicadas al espionaje son espías y personas. Y si bien está clara la línea que separa lealtad de traición, no sucede lo mismo con la que separa un encuentro amoroso del amor.

Y en la novela se tratan esas situaciones y mucho más que no hay que revelar ya que parte del placer es irlo descubriendo en la forma que lo ha previsto su autor.

Lamentablemente su lectura exigente no la hace accesible a todos los públicos pero quienes consigan superar los recelos y avancen se encontraran con una historia con un tono narrativo tan verosímil y convincente que constantemente favorece la duda de si se está leyendo ficción o una suerte de docudrama.

Y es que Francisco Veiga, en este sentido, escribe para informar, alertar, despistar y entretener.

Estamos ante la segunda entrega, que conforma una serie que se inició con Ciudad para ser herida, ya hay una tercera en proyecto, y que hay que adscribir al género de novelas de espías realista, con ningún parecido a lo que ofrecen los canales en streaming de televisión.

  

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