La tristeza del samurái es el título perfecto
para esta novela. Tristeza, porque hay mucha, tanta que desborda las páginas y acaba
contagiando a quien la lee y Samurái por el código de honor, por la lucha
interna entre actuar por obediencia debida o dando libertad a los sentimientos,
a los ideales y a los principios morales.
Víctor del Árbol ensambla un argumento
compuesto por diversas piezas, algunas pequeñas, otras más grandes, con la
habilidad y la pasión de un relojero artesano. El resultado es un retrato social de una posguerra que duró más que la propia guerra y cuyo
regusto amargo aún se evoca en actos políticos incomprensibles como la reciente
distinción pública a miembros vivos de la División Azul.
Aunque visto lo leído en la novela tal vez
algunos de los que la formaron no lo hicieran por odio a los rusos, rojos,
comunistas, o por devoción a ideas facciosas sino para evitar una más que
probable ley de fugas y en donde ir a matar podía equivaler a sobrevivir.
La novela recrea episodios perfectamente verosímiles
y seguramente algunos incluso verdaderos, aunque enmascarados por la ficción puedan
parecer recursos narrativos. Atrapa los instantes en que nuestra democracia,
aún con pies de fango, se desespera por intentar a andar y en donde los más
avispados del antiguo régimen calzan botas de caña alta para atravesar ese
fango y evitar que sus pisadas figuren como huellas en los lugares donde se
masacró humanidad bajo el amparo de disciplina castrense pero muchas veces, en
realidad, respondiendo a intereses propios.
Es una novela triste, porque en ella no hay
motivo para la alegría y menos para la risa. Es una novela triste porque a sus
protagonistas les han arrebatado incluso la luz del sol que se ha convertido en
patrimonio de unos pocos que tampoco la disfrutan ya que se esconden bajo cerradas
gafas negras.
María Bengoechea de 35 años, abogada de éxito,
está en el hospital convaleciente y tiene el conocimiento del porqué de unos
hechos y el inspector Marchán, paciente a su cabecera, espera que ella le
cuente lo que sabe. Le cuente porque se ha llegado a lo que se ha llegado;
espera obtener información suficiente para aclarar unos actos criminales y para
cerrar una detención largo tiempo acariciada por otros antes que él y no
conseguida. Y María piensa confesar la verdad, escribirlo todo y ser concisa y
veraz.
La novela empieza en 1981 aunque lo que en
ella se cuenta empezó tiempo atrás, en mayo de 1941. Como telón de fondo del
tiempo presente de esta década de los ’80 están los atentados y crímenes de los
radicales de uno y otro bando, ultras y etarras, y el intento fallido de golpe
de estado de Tejero. Como telón de fondo del tiempo pasado en aquella década de
los ’40 está la purga de los vencedores, la obtención de privilegios y la
campaña de invierno en Rusia como aliados de los nazis.
Y así saltando entre décadas se va armando,
capítulo a capítulo, un argumento compacto y redondo. Y lo hace con oficio de
literato. Para nada el autor se vale del salto temporal tipo thriller
atrapalectores; al contrario su elegancia narrativa va desgranando los hechos
necesarios en cada momento de la lectura para facilitar la comprensión total de
la intención primera.
Rencillas familiares, traiciones, juegos de
espías, suicidios, asesinatos, torturas, maquinaciones políticas y
maquinaciones policiales, todo piezas de un único engranaje, nada nuevo bajo el
sol ni en este genero literario, pero bien contado suena mejor. Todo engarzado
para explicar el deseo de compensar la pérdida. Algo imposible de obtener
cuando lo perdido no es un objeto reemplazable sino la vida humana.
El autor rodeado de cómplices de Negra y Criminal |
Ante la muerte solo permanece el recuerdo, el
sentimiento, la nostalgia y el ayer y el amor que perdura por encima de todo y
para siempre, pero que se demuestra insuficiente para afrontar la pérdida.
Estamos ante una gran novela de prosa elegante y
comedida que rehuye de artificios y de sensacionalismos. Estamos ante una gran
historia. Y se agradece.