Crímenes espeluznantemente artísticos y con un exquisito toque bon vivant. |
Privar al mundo de las
exquisiteces artísticas y gastronómicas de los grandes chefs, no solo por lo
que hacen sino por lo que aportan permitiendo que otros muchos cocineros también
sean generosos, es tan relevante como si se hubiera impedido a los genios del
Renacimiento legarnos sus obras.
Un chef es un artista.
Sus platos son obras de arte. Fruto de horas y horas de dedicación, ensayos,
fracasos, pruebas y más pruebas hasta conseguir el resultado perseguido. Ha
elegido cuidadosamente los ingredientes, el modo de cocinar cada uno y su
presentación al servirlo. Ha buscado armonía de sabores, olores y colores.
Ofrece un cúmulo de sensaciones al comensal concentradas en el poco tiempo que
tarda el bocado en ser olido y degustado; tan efímero como una armonía musical,
como el pico de un orgasmo, como el ensimismamiento que producen unos fuegos
artificiales; tan efímero y tan placentero.
Y para ello no se
necesita incorporar química ni cobrar abusivamente, aunque a la obra pictórica no
se la tasa por la cantidad de pintura empleada ni a la escultura por el precio
por kilo del material adquirido. Todo hay que ajustarlo a su contexto.
Asesinar a un chef, a uno
de los grandes, a uno de los pocos, es absolutamente denostable y sin embargo
alguien lo está haciendo; alguien se ha propuesto tal cometido y lo ejecuta con
tal precisión en el detalle que su mise en place transmite la seguridad
que tiene el artista antes de interpretar su solo; en este caso, su crimen.
Están matando a los
grandes chefs con brillante
planificación y mejor ejecución, los crímenes son espeluznantes y artísticos;
cómicos sino fuera por lo trágico de su resultado. Cada asesinato busca en su mise
en scène el paralelismo con el plato estrella de la víctima y el efecto
final traspasa el simbolismo consiguiendo hacerle la boca agua a cualquier
caníbal.
La novela incide en la
crítica del ego sublimado que se les supone a los grandes chef y lo trata con
humor satirizante evidenciando sus manías paranoides. Tiene en Natasha O’Brien,
una gran repostera, activista feminista y columnista gastronómica, a su
protagonista principal ya que las circunstancias la sitúan en tiempo y lugar de
tal modo que resulta siempre la mejor sospechosa.
La secundan su ex marido
Max Ogden, propietario de una cadena de Omelette fast food y Achille Van
Golk alabado gourmet y editor de la revista Lucullus tan excéntrico como
para emplear un exclusivo cognac como enjuague dental, vermut como
colonia o de acomodarse a una dieta de adelgazamiento basada en exquisiteces de
alto coste a base de reducir la cantidad pero no de prescindir de ninguna.
Cartel de la versión cinematográfica de la novela |
Achille Van Golk,
verdadera alma mater de esta novela, es un egocéntrico, mordaz e
insufrible snob (no se me ocurre nadie mejor para interpretarlo que RobertMorley que lo protagonizó en su versión cinematográfica de 1978, que no
he visto (y salvo que alguien me convenza de lo contrario no pienso verla), titulada Pero… ¿quién mata a los grandes chefs? que contó además
con Jacqueline Bisset, George Segal, Jean Pierre Casel, Philippe Noiret y Jean
Rochefort, dirigidos por Ted Kotcheff y con música del gran Henri Mancini).
Nan e Ivan Lyons, que escribieron la novela en 1977, han combinado
sabiamente los ingredientes para ofrecer un poco de todo, novela policiaca e
inteligente comedia, humor y tensión, diversión y conocimiento gastronómico (no
me importaría nada pero nada seguir los menús de la dieta de Achille Van Golk)
con aporte extra de las estimulantes recetas, a título póstumo, de los grandes
chefs asesinados.
Todo un placer sino fuera
por el pésame, o sea un pésame placentero.
El recuerdo que les
dejará la novela será tan efímero como su lectura pero durante la misma
experimentaran buenas y agradables sensaciones, sobre todo a nivel de paladar
(mucho mejor que la visión de la insulsa y absolutamente impropia cubierta tan estimulante como una comida de hospital. Sin sal).