Las casas de Rabishpool, en cambio, encierran relaciones
sexuales que lejos de canalizarse en acciones convencionales se presentan
inusualmente lujuriosas.
Y si en lo primero unos libros podrían tener su culpa en lo
segundo es constatable que así es. El contenido de unas novelettes de origen francés sumadas a declaraciones
científico-médicas de dudosa veracidad propician acciones de indudable y
notorio efecto relajante aunque aún no se haya verificado su proclamado efecto
sanador.
Harold Harry
Maesnow, el afamado agente de policía, sufrirá en sus propias carnes, incluso
en las más íntimas, las consecuencias y efectos tanto de las tropelías
cometidas por hordas callejeras como las que le proporciona su amada Molly bajo
una supuesta prescripción facultativa.
Y es que Rabishpool está a punto de incendiarse,
figuradamente ante la creciente rivalidad de las distintas nacionalidades que
lo habitan y que ansían ampliar territorio y eliminar rivales.
Y también materialmente, pues son varios los incendios que
sin razón aparente surgen en pomposas llamaradas que encienden aún más ánimos
ya bastante caldeados.
Y a todo ese revuelo hay que sumarle unas muertes
aparentemente inconexas pero no por ello menos curiosas y de difícil
acercamiento policial.
Y la guinda la proporciona una supuesta conspiración política
que podría poner en jaque la mismísima cabeza coronada de la nación.
En Las viudas o El Caso Gutenberg hay viudas, o lo parecen,
y hay novelas, o lo parecen, salidas de imprentas que deben a Gutenberg su
industrialización. Y de cómo interactúan es algo solo al alcance de quienes
lean esta novela.
Fernando Figueroa Saavedra retoma los hilos de su primera entrega, manteniendo ese tono culto de escritor capaz de transmitir toda la incultura en el saber y en el hablar de una época de transición como es 1892.
De nuevo no estamos ante una obra solo escrita sino una
obra creada, algo que no está al alcance de cualquiera que escriba.
Y en ella vuelve a salpicarnos de la inmundicia, el barro y
la insalubridad pisando, y cayendo, en un barrio que parece haber reunido lo
peor de cada casa. Un crisol de nacionalidades y razas que lejos de buscar la
convivencia se empeñan en potenciar sus diferencias y favorecer las disputas.
Y cuanto más serio es el asunto más ridículas suelen parecer,
por contrapunto, las situaciones que se van sucediendo a lo largo del avance
del argumento. Algo que se encarga de subrayar el autor con su fina ironía y su
dominio del lenguaje.
Ya solo faltaría que los zulúes, esos feroces guerreros
defensores de sus tierras y sus gentes, instalados en la mente enferma de
recuerdos del inspector Seafield y verbalizados en medio de efluvios etílicos
en sus momentos de expansión socializadora, se instalaran en el barrio.
¿Zulúes en Rabishpool? No den ideas al autor.
Pueden empezar por la primera entrega Los pistoleros o el caso Hamster o directamente por esta,
pero háganme caso y atrévanse con algo distinto dentro del género policiaco,
más folletinesco, propio a su ambientación de época, original y arriesgado.
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