enCrudo es el fanzine en papel cuando el mundo orbita en digital.
Es una ventana abierta del revés al mundo de la astronomía gástrica, también conocido como gastronomía, que abrieron Yanet Acosta y Jacobo Jaco Gavira hace ya algún anuario y que no cierran para que podamos seguir disfrutando de digestiones a medida.
El enCrudo número 4 está ya servido en mesa. En su menú hay como siempre un poco de todo, siempre bueno o mejor y con ese especial toque canalla que lo distingue de otros menús de tres al cuarto.
En este número, Interrobang incluye una receta presentada en forma de relato corto.
Espero que se diviertan preparándola y aún más comiéndosela (no olviden el toque del vino durante el proceso de elaboración para coger el punto).
Espero que se diviertan preparándola y aún más comiéndosela (no olviden el toque del vino durante el proceso de elaboración para coger el punto).
Y por si no les llega el enCrudo en mano, hela aquí:
SAN MARTÍN
Hoy es 11 de noviembre y es mi santo y he decidido regalarme una cena especial.
Recién duchado, vestido con chinos y un polo y con una agradable sensación de limpio y de estrenar piel, empiezo a pelar y cortar la cebolla en juliana. Al acabar dedico unos segundos a limpiar el cuchillo bajo el chorro del grifo y a secarme las lágrimas, será que las cebollas me vuelven nostálgico. Sensible que es uno.
Luego, mientras el aceite va calentándose, levanto la copa y observo a contraluz el perfecto color dorado brillante y luminoso del sauternes. Y lo saboreo. No estoy solo, Chet Baker me acompaña pero el no bebe, está bastante ocupado soplando con Funny Valentine.
Cuando la sartén me reclama la cebolla, la dejo caer en cascada desde la tabla; translucida a la luz halógena se funde en un abrazo crepitoso con el aceite. Se aman, pienso. Hay amores que matan, constato.
Bajo la intensidad del fuego, persigo un sofrito y no un refrito, y le doy un par de meneos con la cuchara y un par de sacudidas a la sartén.
Otro largo beso al vino y ataco al puerro.
Primero la cabellera, luego la cola y por último un corte longitudinal que me ha de permitir despreciar un par de capas y retirar cualquier rastro de tierra que pudiera contener. Limpio y dispuesto al sacrificio lo voy cercenando en delgados círculos concéntricos que amontono en un plato.
Otra sartén, esta con una cucharada de mantequilla, recibe los aros de puerro y los remuevo con suficiente delicadeza como para que se separen unos de otros sin romperse. Los necesito enteros. Anillos de blando compromiso.
Servidos ya los dos dedos de rigor en la vacía copa, me entretengo haciendo malabares con tres manzanas de verde refulgente que hubiera envidiado la mismísima malvada reina del cuento, aunque las prefiriera rojas.
Son ecológicas y de confianza por lo que solo tengo que lavarlas y poder así mantener la belleza cromática i la riqueza organoléptica de su piel.
Elijo entre las herramientas la más adecuada y les arranco el corazón a las tres. Una detrás de otra. Y deposito bálsamo reparador de heridas en forma de unas gotas de zumo de limón para evitar el oscurecimiento prematuro que pudiera dejar la incisión.
Termino el vino de la copa, no fuera a calentarse, y afilo el cuchillo contra la piedra. Y lo dejo al lado de la tabla de cortar, listo para enfrentarse al ritual sacrificador al que ya está acostumbrado. De hecho un cuchillo tiene claro cual es su destino: estar siempre inhiesto y mojar muy poco, no como su prima la promiscua cuchara.
Añado un pellizco de sal al puerro. Otro a la cebolla y algo más de azúcar moreno, endulzándole caritativamente los últimos estertores, luego un chorrito de PX y controlo la última fase de la cocción para no pasarme bajando la potencia de los dos fuegos.
En un cazo caliento tibiamente agua y azúcar y pasó una a una y por las dos caras las rodajas de manzana que acabo de cortar, hasta que salen pejagosas.
Un toque de canela para la base de cebolla y un toque de jengibre para la base del puerro. Toques personales. De conocedor.
Y ahora a emplatar: rodaja de manzana de abajo, capa de cebolla y rodaja de foie con cristales de sal gris; nueva rodaja de manzana, ahora con base de puerro y de nuevo foie, y así hasta terminar la manzana como si estuviera intacta. Y hasta terminar las tres. Quedan de muerte.
Si los grandes cocineros presumen de deconstrucción yo me siento el rey al terminar mi reconstrucción.
Y para acabar abro el arcón congelador y extraigo una pelota sintiendo el escalofrío del gélido vapor que huye ingrávido e intangible. Dejo el paquete sobre el mármol y lo desenvuelvo con cuidado. No siento azoramiento alguno por la vista que se ofrece a mis ojos en aquel strip tease de capas de film cual velos de danzarina oriental.
Encajo cuidadosamente la manzana en su oquedad natural como con los cerdos servidos en la edad media y me felicito por la artística presentación del plato que llevo presto a la mesa pues mi mujer está a punto de llegar y quiero que vea su comida preferida: manzana con cebolla caramelizada y foie, sabiendo que le provocará un shock emocional.
Me apoyo en un ángulo del comedor brindando al aire con el sauternes y sosteniendo la compacta cámara digital para inmortalizar su expresión.
Oigo el tintinear de las llaves y el grito que sigue al abrir la puerta. No hay duda de que está apreciando la nueva decoración del recibidor, otro grito, este en sordina, ahogado con la mano. Un tercer grito entrecortado con mi nombre: “Martín ¿estás ahí?”
Con tal que no resbale con la sangre me conformo. El taconeo tambaleante se va acercando y de repente aparece.
Y junto a la cesta del pan, los relucientes cubiertos y las centelleantes copas a la intimidad de las velas, ve la cabeza de su amante, sobre el plato de fina porcelana, mirándola con ciegos ojos bien abiertos y con la deliciosa manzana con foie que constituye una de sus comidas preferidas, en la boca.
El flash inmortaliza el momento en que cae desmayada sobre el parquet. Cuando le advertí que celebraría mi santo con invitados me guardé mucho de darle ninguna pista.
Quería que su sorpresa fuera total. Y es que a todo cerdo le llega su San Martín.
Interrobang