Y La gallera es una novela negra de esas. De las de verdad, las que cuentan hechos que entrelazan historias de perdedores, porque aunque creas ganar siempre sales perdiendo y puedes acabar como el gallo de Morón: sin plumas y cacareando.
Las peleas buscan lavar afrentas, imponerse sobre alguien, marcar territorio, demostrar orgullo y casta. Tanto da el tipo de bípedo que en ellas se meta: humano o gallo.
Perico, gallo. Si es que van de la mano para marcarse un baile en el que los protagonistas masculinos llevan el ritmo mientras ellas marcan el compás: Leonor, Sacra, África mujeres con roles inicialmente dubitativos y que van cogiendo protagonismo para revelarse como los caracteres verdaderamente racionales y fuertes de la trama.
Una novela que transcurre en la España peninsular, insular y enclave africano pero que respeta en todo momento su comportamiento subproletariado, ejemplarizado en personajes degradados que subsisten por sus trabajos deshonestos, su falta de conciencia social y su sumisión al poder sobre el que gravitan.
La gallera es una de esas novelas negras intensa que va cociendo las subtramas a fuego lento reduciendo los puntos de fuga y espera el momento justo para acoplar los ingredientes y ofrecer un concentrado sabroso y aromático. Con su punto de socarrona acidez, su incuestionable ternura, su despiadado sadismo y su casticismo caciquil.
Y está hecha con ingredientes sacados de todas partes y de ninguna, de horas de estudio e investigación de peleas de gallos, de los efectos efervescentes de sustancias euforizantes, de vidas de santos dedicados al narcotráfico, de evasiones ruidosas en recónditos ibicencos, de comportamientos ilustrados de incultura adinerada, de vivencias ciertas de chonis, de yonquis, de traficas, de maderos, de putas, de lejías y de moros y de veleros.
Y macerados con unas gotas, pocas, las justas, las suficientes, de Valle Inclán (Santiago Esquemas, Generoso Coraje, Sacramento Arrogante… se puede decir más alto pero no más claro) y flambeados con un chorro del Tarantino añejo, el de las grandes ocasiones: violencia impersonal, estética, abundante pero sin rebosar y sanguínea
Ramón Palomar escribe con frases cortas y dice lo que quiere decir pasando de lo que se quiera o no oír. Se regodea con las aliteraciones, anáforas, gradaciones, epífrasis y otorga, a veces, rango intelectual en diálogos por boca de sus personajes cuando son manifiestamente iletrados cuando no directamente incultos y semianalfabetos.
Una novela que sorprende y apasiona. Recomendarla es quedarse corto.
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