A veces hay que buscar lo fácil y en ocasiones funciona. La
navaja de Ockham sigue siendo un principio válido.
En ¿Quién es Olimpia
Wimberly? Dicha navaja da a entender casi desde el principio lo que va a
venir a continuación. Porque es lo lógico. Y por eso cuando se cumple el
pronóstico, el castillo de naipes se desmorona.
Para confundir al lector hace falta poco, para sorprenderlo
un poco más y para maravillarlo un mucho.
Por eso hay lecturas que deben reservarse para personas
poco exigentes o poco duchas en materia criminal. Son lecturas fáciles que no
necesitan ningún esfuerzo mental para seguir la trama, capítulos cortos y
técnica Cliffhanger, con su emocioncilla, sus secretitos, su poquitin de
sexo y tan ligeras como un telefilme.
María Frisa ha ido por lo fácil, buscando ese aspecto más lúdico que no sesudo y su obra es ágil y explicita como un mensaje publicitario. El argumento, la intención llega con facilidad y la empatía con el personaje principal se consigue sin esfuerzo.
Al componente detectivesco y de resolución de secuestros
que ejerce un grupo de profesionales, excelentísimamente cualificados, le suma flash-backs
del glamour de ese New York de los ’80 que todo el mundo hubiese deseado ver ni
que fuera por un momento, ni que fuera por el ojo de la cerradura.
Y la trama combina la angustia de una investigación que
bucea tópicamente en el pasado de la protagonista, Olimpia Wimberly, con un
presente de sofisticados componentes informáticos que acuden como soporte
técnico para analizar pistas que la ayuden a interpretar emociones y recuerdos.
En materia de rescate, los lugares son nidos y las personas
no son objetivos, son huevos. Huevos que se encuentra fuera de su hábitat, como
los huevos de cuco depositados en nido ajeno, empollados por un sentimiento sobre
el que la biología no puede incidir.
La novela es una suma de sentimientos en un trasiego
constante de pasado a presente y viceversa. Cambia el momento, el lugar y las
personas pero no lo que son: emociones envueltas en cuerpos humanos.