En primavera aparecen sus hojas palmeadas de un verde limpio y brillante que se torna más oscuro cuando dibuja los nervios que las recorren. Pero si en verano es puro frescor es en otoño, cuando se viste de tonos amarillos, naranjas, rosados, violáceos, bermellones y granates cuando muestra toda su magnificencia.
Por la noche parece una luz encendida. Por el día una erupción de magma. Es una proyección mental de un Van Gogh especialmente creativo.
No nos cansamos de mirarlo. Ni de ver descender, en inexistentes paracaídas, a sus pigmentadas hojas que al posarse sobre el suelo forman un crujiente y poli cromático mandala de cuatro dedos de grosor.
Nos gusta pensar que es El Árbol de las Historias. Que cada una de sus miles de hojas contiene escrita en su savia el esbozo de un argumento y que de el se alimentan autores de novelas, de guiones y de partituras.
Que, efímeras como son, se reinventan cada año en los argumentos no elegidos y rebrotan en espera de una nueva oportunidad ofreciéndose con caduca generosidad a quien pueda descifrar su secreto.
¿Qué cómo lo sabemos? porque las hojas que han transmitido su legado mantienen su verdor incluso en la misma caída de la hoja. Cuando los pajizos y encarnados son los colores predominantes y todavía se ven manchas de verde con iridaciones doradas.
Se debe a eso y no a caprichos de la fotosíntesis el que, en nuestro liquidambar, haya hojas verdes incluso a las puertas del invierno. A pesar de lo que digan los botánicos.
Jenn Díaz parece haber sido tocada por las hojas de Gandalf, porque un elevado número de ellas componen su novela Belfondo.
Belfondo no es una novela negra, pero podría haberlo sido. Belfondo como Macondo vive en el imaginario colectivo, ambas son hijas de ese realismo mágico que tanto apreciamos los letra heridos.
En este Belfondo imaginario viven y conviven sentimientos y secretos encarnados en seres posibles.
Seres manejados como marionetas de trapo por la voluntad de un amo que en su omnipresencia preserva los valores que cree adecuados sin tener en cuenta que las individualidades sino salen afuera crecen al interior. Enraizando. Y que la fuerza del árbol no está en cuan altas sean sus ramas sino en cuan profundas sean sus raíces.
Los habitantes de Belfondo parecen estar en permanente huída hacia delante, a caballo de la contradicción que supone refugiarse en lo conocido y anhelar lo desconocido. Entre respirar para vivir y no en vivir para respirar.
Poco a poco una vida que espera ser vivida se abre camino en Belfondo y agrieta, con los gritos mudos de sus habitantes, la realidad que hasta ahora solo ha sido un mapa de sombras.
Belfondo no es una novela negra pero de haberlo sido hubiera sido negrísima.
Gracias Jenn.